viernes, enero 05, 2007

CAPITULO 2

El sudor era frío e intenso, me invadía todo el cuerpo. La luna estaba en su cuarta fase y fragmentaba el mar negro donde yacía. La habitación era una penumbra con escasez de claridad. Sólo diminutos círculos posaban en el paradero filtrándose por los recuadros que dejaban las delgas de la persiana al no finalizar su trayecto.
Mis ojos se abrieron, mi vista era borrosa y translúcida. Mis pupilas tomaron forma pretendiendo concentrar en su retina la poca visibilidad de la habitación.
No reconocía el lugar, no recordaba nada. El interior de mi cabeza era como un redoble de batería. Me incorporo asentándome sobre la húmeda cama por la transpiración. Cabizbajo por un momento, reposo queriendo atraer a mi mente recuerdos que me descifren alguna cosa, alguna imagen esporádica... pasante... algo.
No hay nada.
Estoy completamente desnudo, y aunque hace frío estoy tremendamente acalorado.
“Menuda borrachera.”
“¿Dónde estoy? ¿Cómo he llegado aquí? ¡Joder!, no me acuerdo de nada.”
Atormentado por la preocupación busco un interruptor. La poca claridad no me lo permite. Me dirijo a la ventana, hurgo y encuentro una manivela. La persiana rejunta sus delgas y se alza. La luz de la luna entonces se adentra irrumpiendo en la habitación.
En sombras percibo la cama con unas mesitas a los laterales. Busco el recuadro oscuro de una puerta, una cómoda a mi izquierda me provoca una caída.
-¡Dios! –bramo al caer al suelo.
El golpe arremete en mi espinilla produciéndome un afligido dolor. Me encabrono con mi torpeza. Acariciándome la pierna dolorida, y ayudándome con la otra mano en la dichosa cómoda me incorporo.
Llegado a la puerta tanteo la pared siendo recompensado con un destello de luz que proviene del techo. Cierro los ojos quejándome. La cabeza me retumbaba todavía más.
-¡No!, por Dios, ¿qué hago aquí? –exclamo al darme cuenta que es la habitación de un hotel.
La alcoba es como un estudio.
Entre la cama y la cómoda de al lado de la ventana se emplaza una mesa cuadrada. En el centro, un jarrón decorativo con dos rosas rojas se atestigua. Restos de comida en los platos, más dos botellas de vino vacías y un par de vasos de cubalibre insinúan una exquisita cena.
-Ahora creo concebir la resaca –me digo mientras rebusco confuso más datos que delaten mi estado y la situación en la que me encuentro-. Aunque creo que todavía estoy algo borracho... ¿Qué hora es?
Pero, era una cena para dos.
-¿Con quién he estado?, un ligue quizás. No me acuerdo. ¿Qué hice ayer?, joder es imposible recordar.
Me flagelo persistiendo en aclarecer mi distorsionada percepción.
Hace tres meses mi mujer, Sara me abandonó. Así, sin más. Sin un por qué, nada. Ni un simple adiós. Sencillamente marchó.
Llegué a casa a la hora de siempre, como un día cualquiera entre semana. Lo mismo de todos los días, la misma historia de siempre. Un día como otro cualquiera, otro habitual día de rutina laboral.
Al llegar al rellano de mi piso, antes de introducir mi vieja llave en la cerradura de casa, algo me alertó. Fue el silencio. Un silencio que hacía apenas un año no escuchaba. Desde que Sara se había mudado a vivir conmigo yo era siempre el último en llegar a casa al final del largo día de trabajo. Cuando Sara llegaba a casa lo primero que hacía era poner música, jamás paraba la música hasta que yo llegaba a casa. Era una costumbre, algo en ella que la hacía diferente, especial.
Pero, aquella noche, yo fui el último en llegar y el primero. El silencio fue el que me recibió.
Desde entonces mi vida ha dado un vuelco total. He intentado hablar con ella en infinidades de ocasiones, pero no han dado resultado. Lo único que he conseguido ha sido un; “Quiero el divorcio, Alex. Tendrás noticias de mi abogado. Por favor no me llames...”. Todavía sigo intentando entender el por qué me ha dejado. No sé. Al igual con un “...se acabó el amor, Alex. Lo siento...", hubiese bastado. Pero eso no ha sido así.
En estos tres meses mi casa, el trabajo... mi vida en general..., todo es un verdadero desastre. Pasaron dos semanas desde que Sara se marchara cuando por mediación de un amigo llegó a mis oídos el rumor de que me había abandonado por otro tío. La ira se apoderó de mí. Recuerdo que enfurecí como un loco. La busqué por todas partes, sin éxito. Una amiga del trabajo me comunicó que la dejara en paz. Me dijo que marchó el día anterior de vacaciones, no volvería en un mes.
Con el paso de los días mi ira no arremetió. Quería saber la verdad. Mis días se resumían al trabajo, bar, trabajo, bar, casa... La rutina se apoderó de mí como nunca lo había echo.
La cama de matrimonio acogió toda mi ropa sucia durante días. Las noches y mis sueños convivíamos en el sofá del comedor, frente a la tele encendida para no sentirme tan solo.
A su regreso no conseguí más que “Alex, déjame en paz. Ya te lo dije. Tendrás noticias de mi abogado...”.
Recuerdo como la ira se apoderó de mí y como por unos minutos otro Alex que no era yo, montó el numerito en la empresa de Sara y acabaron sacándome a patadas de allí.
Pasé aquella noche rezagado en el sofá sin pegar ojo y avergonzándome de todo lo ocurrido.
Llegado el día de hoy todo sigue igual.
Decidí no molestar más a Sara e intentar averiguar por mi cuenta el por qué de este rotundo final. De momento no he conseguido nada. No sé más que lo que sabía en un principio.
Y ahora con un tremendo dolor de cabeza me encuentro en esta desolada habitación de hotel sin saber más que lo que puedo deducir. Mi vida parece que se haya convertido en un juego de detectives.

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